Un proceso revolucionario tiene que prepararse para la guerra, tanto externa como interna. Hugo Chávez es un verdadero revolucionario dispuesto a llegar a la raíz de las cosas, es decir, al más extremo radicalismo, y el proceso que encabeza busca tal destino. Pero por ahora la revolución bolivariana es incapaz de llevar a cabo con éxito una guerra contra sus enemigos externos. Chávez habla de “vientos de guerra” pero seguramente conoce la verdadera situación del aparato militar venezolano, agrietado en sus valores y tradiciones, desmembrado en sus jerarquías, sometido a un asfixiante y desmoralizador adoctrinamiento marxista y forzado a proveerse de armamentos de segunda categoría, comprados con dólares a Putin y sus mafias.
Sería no sólo temerario sino una suprema insensatez de parte de Chávez arriesgar por los momentos el proceso revolucionario en una guerra externa. No dudo que su impulsividad y delirios le hayan llevado a considerarlo; tampoco dudo que si se perpetúa en el poder Chávez podría detonar una guerra en la región, cuando se sienta más sólidamente apoyado por sus aliados en Rusia, Cuba e Irán, o cuando la crisis interna le impulse a hallar en una confrontación bélica otro recurso de supervivencia.
No obstante, Chávez no quiere aún la guerra externa, a pesar de su retórica en torno al tema. La guerra que Chávez está realizando y que recrudecerá en los tiempos por venir es una guerra interna, que su régimen lleva a cabo a diario contra un pueblo desarmado pero no inerme, un pueblo que en su mayoría rechaza el proyecto comunista escondido detrás del disfraz bolivariano y que ya no es posible ocultar.
La guerra de Chávez es interna y en este plano posee varias ventajas. Aparte de los factores relativos al control del aparato del Estado, de las fuerzas represivas y el dinero petrolero, el avance del comunismo en Venezuela cuenta con la miopía política autoinducida de parte de la dirigencia opositora en general, miopía caracterizada por la renuencia a asumir la realidad que enfrentamos y la obsesiva fijación en los procesos electorales. No afirmo que tales procesos no importen; sólo señalo que una cosa es entenderles como instrumentos en un marco amplio de luchas sociales y otra distinta concebirles como único y fundamental método de resistencia, en un contexto que ha desbordado por completo las prácticas de la democracia representativa.
La miopía política de la dirigencia opositora y de no pocos intelectuales democráticos se manifiesta también en su empeño en calificar el proceso revolucionario como “fascista”, “social-fascista”, “militarista”, etc., pero jamás como lo que inequívocamente es: comunista. En este punto se revelan las marcadas debilidades izquierdistas predominantes entre la oposición venezolana, que explican su pudor ante el término “comunismo”. Con esta negativa a llamar al pan, pan, y al vino, vino, la oposición confunde al pueblo, que no comprende eso del “fascismo” pero bien sabe lo que ha significado el comunismo en Cuba.
Mediante tal ambigüedad los líderes opositores se extravían al desconocer la naturaleza del enemigo.
En Venezuela se avecinan grandes convulsiones sociales. La mayoría repudia el comunismo que Chávez está imponiendo a la fuerza y sin escrúpulos.
Es hora de que la dirigencia de oposición cese de reclamar a Chávez sus tropelías como si fuesen producto de un error o una distracción y no el resultado deliberado de sus metas revolucionarias. Chávez nunca procurará el consenso y continuará empujando los conflictos por la vía de “todo, o nada”.
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