19/06/2011
Cada quien protesta por lo suyo y no terminamos de percatarnos que hay que protestar por lo nuestro. Lo nuestro es la conjunción de todas aquellas razones por las que protestamos aisladamente. Lo nuestro es el compendio de un sinnúmero de males que no hacen sino aumentar y que encierran a toda la sociedad en un círculo de vicios y frustraciones. Una protesta por aquí y otra por allá está bien, pone de manifiesto que hay descontento, que el gobierno lo está haciendo mal. Incluso hasta podríamos agregar que mantiene la sociedad en movimiento y va generando músculo ciudadano. Pero no clava un dardo en el corazón del problema y menos garantiza soluciones. La protesta ha sido persistente y bullera, pero no efectiva. Tal vez la causa de la ineficiencia de la protesta esté en premisas erróneas: ni el gobierno está interesado en aliviar las demandas ni el número de protestas afecta en lo más mínimo la estabilidad de un régimen que monopoliza la fuerza y maneja la demagogia como la base de sustentación de su política de Estado. Prudente, entonces, es pensar en optimizar lo que se invierte en protesta, en esfuerzo, en tiempo, en desgaste personal y colectivo. La única manera de hacerlo es conectando las necesidades, los reclamos y la indignación que motorizan cada protesta y convertirla en un sola fuerza. Así de simple. Que no protestemos hoy por agua, mañana por inseguridad, pasado por vivienda, traspasado por fallas en el suministro de energía eléctrica y todos los días por reivindicaciones laborales o sablazos al presupuesto de las universidades. | Lógico es articular toda esa cadena de motivaciones en un solo empuje que no se agote en el intento. Hasta ahora, cada protesta amenaza, toma un pico y languidece. Para el gobierno eso resulta funcional, en eso se van los días y las horas de un pueblo exhausto, mientras se avanza hacia un mayor conocimiento y control de los resortes populares. Gracias a esta forma espasmódica y espontánea de manifestarse, el gobierno efectúa mediciones, evalúa la capacidad de convocatoria de cada cual, pulsa la capacidad de resistencia de las distintas fuerzas sociales. Y como cada quien anda por su lado, muy fácil resulta hacer un preso acá, caerle a una empresa allá, amenazar acullá. Amedrentar se facilita y quienes se aventuran a integrar protestas de cierta significación se sienten muy solos. Ni mencionamos a los infelices que dejan llegar hasta Miraflores con letreros de cartón y bolsas bajo el brazo. Son presencias casi fantasmales. Hay algo más grave aún: la protesta cotidiana envía un confuso mensaje, el de la existencia de espacios para el reclamo. Y no es así, porque la calle sólo refleja la ausencia del indispensable entramado institucional que procese el reclamo. De plano, esa protesta justa pero errática reviste a un régimen claramente autoritario del manto de tolerancia que traza el límite imaginario entre democracia y dictadura. Es imperativo protestar engarzando los eslabones, armar una sola y definitiva protesta que cercene la raíz de nuestra penuria, que apuntale la única causa auténticamente nacional: cambiar el gobierno. |
Macky Arenas
Socióloga y periodista
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