30/08/2011
Kadafi ha sido el dictador islámico más cercano a América Latina y uno de los más perniciosos. Su relación con Hugo Chávez es muy estrecha. Esto acaso explica que la residencia del embajador venezolano en Trípoli, Afif Tajeldine, fuera saqueada.
Probablemente los asaltantes buscaban pruebas de las secretas complicidades entre los dos coroneles, Chávez y Kadafi. No lo que se conoce, sino los presuntos pactos ocultos. Los síntomas apuntan en esa dirección.
Sin embargo, no es la primera vez que algo así ocurre. En 1992, Kadafi ordenó a sus partidarios que asaltaran y quemaran la embajada venezolana en Libia para vengar las sanciones impuestas por la ONU contra el país por su negativa a entregar a unos terroristas que habían destruido en pleno vuelo un avión de Pan American por encargo de su gobierno. En ese momento el Dr. Diego Arria, diplomático venezolano, presidía el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.
A los libios antikadafistas sin duda les molestaba que el “Hermano Líder”, como se hace llamar este peligroso psicópata, hubiera denominado “Hugo Chávez” a un campo deportivo, o que le hubiese otorgado al venezolano el Premio de Derechos Humanos que lleva el nombre de “Moamar Kadafi”, acto tan cínico como ponerle “Herodes” a una escuela dedicada a fomentar la felicidad de los niños. A cambio, el señor Chávez le entregó una réplica de la espada de Bolívar. (Hasta ahora no hay constancia que la haya utilizado para defenderse de los rebeldes que lo persiguen, y ni siquiera se sabe si tuvo la precaución de llevársela cuando salió precipitadamente de la ciudadela que ocupaba en Trípoli).
El prontuario criminal de Kadafi es de los peores de la historia contemporánea. Como en Cuba, creó Comités de Revolucionarios para espiar y maltratar a quienes no se sometieran. Además de robarse el patrimonio de los libios para su provecho y el de toda su familia, ha asesinado adversarios dentro y fuera de Libia. Sus sicarios han sacado a decenas de oposicionistas de los hospitales para torturarlos cruelmente y luego matarlos. Ha ordenado secuestros y, como he recordado, ha dinamitado aviones civiles provocando centenares de muertos sobre el suelo de Escocia.
Dado que tenía ínfulas de líder mundial y quería expandir su influencia por el resto del planeta, se alió a Egipto y a Siria para tratar de destruir a Israel, pero luego atacó a Egipto y, en su momento, le hizo la guerra a Chad y a Tanzania. Dentro de ese esquema expansionista, redactó un elemental panfleto fascistoide, al que tituló Libro verde, con el que pensaba cambiar la historia política de la especie, y creó todo un Ministerio para predicar e imponer sin clemencia su ridículo evangelio urbi et orbe.
Asimismo, fundó un Centro Revolucionario Mundial en el que se formaron (o deformaron) asesinos como el liberiano Charles Taylor y Jean-Bedel Bokassa, el megalómano que se proclamó Emperador de África Central, ambos acusados y convictos por terribles genocidios. Simultáneamente, trabó relaciones operativas y adiestró y financió grupos terroristas como el IRA irlandés y las Brigadas Rojas de Italia, mientras mantenía los más estrechos vínculos con los sandinistas nicaragüenses y las narcoguerrillas de las FARC colombianas.
Este breve recuento, que podría extenderse casi sin límites, tiene un objetivo: señalar la discutible textura moral de los amigos de este sujeto en América Latina. ¿Cómo es posible que el presidente de los ecuatorianos, Rafael Correa, un hombre educado y católico, sea capaz de defender a este tirano con la peregrina teoría de que su gobierno es sólo otra expresión distinta, pero legítima, de las formas de gobierno? ¿Quién puede creer en la voluntad de rectificación de Daniel Ortega si hoy, cuando los libios tratan de sacudirse de sus espaldas a este criminal, el presidente de los nicas, junto a Hugo Chávez, hace lo indecible por mantenerlo en el poder y por brindarle protección?
En inglés llaman litmus test a una pregunta cuya respuesta define la verdadera posición moral o intelectual de la persona con relación al hecho en discusión. Pues bien, Kadafi –como Hitler o Stalin en su momento– es eso para los latinoamericanos: un litmus test, una prueba determinante. Podemos presumir cómo es el carácter y la estructura de valores de quiénes lo aprecian y defienden. Podemos imaginarnos, no sin cierto horror, de lo que son capaces. Es tristemente cierto: dime con quién andas y te diré quién eres.