14/03/12
En todo el continente americano, y podríamos decir en el mundo, aparecen con frecuencia sorprendente trabajos periodísticos de análisis de la situación venezolana, de mayor o menor rigor y profundidad. Las razones de este interés generalizado, nada habitual sobre una nación iberoamericana, van desde la gravitación histórica y política del país en Latinoamérica, la decisiva condición de productor de petróleo, pero por sobre todo la impresionante capacidad de irritación, verdaderamente universal, del comandante-presidente Hugo Chávez y la aparente posibilidad de su pronta salida del poder, por razones de muerte o de derrota electoral.
Esta última posibilidad se ve potenciada, para observadores pacíficos, democráticos y algo ingenuos, por el resultado sorprendente de unas recientes elecciones primarias de la Mesa de la Unidad Democrática, en la cual participamos un 17% del padrón electoral (más de tres millones de votantes), lo que constituyó según los entendidos un récord mundial (la mayor votación en una elección de similar perfil, conocida hasta ahora había tenido lugar en Portugal, y representó el 8% de los votantes). Todo suena muy obvio y promisor; sin embargo no es tan sencillo como muchos pretenden, desgraciadamente.
No me gusta el papel de “aguafiestas” pero la política se convierte en materia inasible cuando sucumbimos a nuestros buenos deseos, valores democráticos y civilizado pacifismo, frente a un régimen que representa y practica todo lo contrario, frente a un régimen delictivo, reacio a toda normativa jurídica civilizada, que exalta lo más primitivo y negativo de la condición humana, indiferente a las criminales consecuencias de una política de Estado, basada en la destrucción de las instituciones y en el odio como valor supremo.
Chávez ganó en buena ley, de forma indubitable, las elecciones presidenciales de diciembre de 1998; a partir de entonces, la maquinaria del poder ha estado dedicada a la destrucción sistemática de todas las instituciones, Poder Judicial, Poder Legislativo, poderes regionales descentralizados, municipales y con particular empeño, el supuestamente ascendido “Poder Electoral”, convertido teóricamente en poder del Estado, pero que en la práctica se reduce a ser una oficina presidencial del fraude electoral continuado y nunca detenido del régimen.
En pocas palabras, en Venezuela no hay “estado de Derecho” ni en consecuencia seguridad jurídica de ninguna clase, mucho menos garantías para un proceso electoral transparente y confiable. En ese entorno, es incomprensible el empeño suicida en no alertar a la población, en dejarla ignorante y pretender que se convierta en cordero propicio al sacrificio. El argumento, único y al parecer incontrovertible, es que decir la verdad, pedirle al ciudadano que aterrice y asuma su responsabilidad frente a sí mismo, a su país, familia e historia, es desincentivarlo a votar, favorecer la abstención.
Tal posición revela que carecemos de un liderazgo democrático responsable y serio, dispuesto a defender con coraje los valores de la libertad y de la representatividad, frente a un estado -con obligatoria minúscula- felón y desnaturalizado, que se apoya en la siembra del miedo, de la división social, del apoyo de unas Fuerzas Armadas supuestamente chavistas, casadas con el “proceso”, es decir con el ungido que nos gobierna desde La Habana y en la constante mención de un supuesto arraigo popular que hace tiempo dejó de existir. De hecho, las manifestaciones, marchas, apariciones del pueblo rojo, rojito hay que medirlas por el número de buses que movilizan desde todo el país, pagándoles y obligando a los empleados públicos a concurrir. Podemos decir, sin exagerar, que son concentraciones portátiles, dirían los franceses “pret a porter”.
Eso que se llama el pueblo llano, el proletariado, la gente sencilla tiene, por un atavismo más que explicable, tendencia a la suspicacia, a la desconfianza. Mientras más se les haya engañado, más reacios son a sucumbir a los cantos de sirena; esas clases denominadas D y E sufren en carne propia las desandanzas y las locuras del gobierno, y ningún gobierno en la Historia de Venezuela ha engañado más que el de Chávez. Cualquier observador, medianamente entrenado, puede sentir y medir el rechazo que se ha generalizado, ni el G2 cubano, ni la exhibición feérica de un armamento sofisticadísimo y proporcionalmente costoso, ni las amenazas del mini-Júpiter de utilería, impedirán que los venezolanos voten o “boten” a patadas al déspota. Los dirigentes, o los que pretenden serlo, deben asumir su responsabilidad, y propiciar y encauzar la marea popular. Es la hora de la verdad.
Se requiere un proceso de transición que desmonte el aparato autoritario del régimen y cree las condiciones reales de un retorno a la institucionalidad, no a la que existía hasta 1998 -infinitamente mejor que esta-, sino a un esquema estatal que propicie un crecimiento económico con profunda justicia social; más que distribuir mejor la riqueza hay que crearla, Venezuela tiene con qué hacerlo, pero el trecho por recorrer es largo. Cuando llegó Chávez al poder, importábamos el 30% de los alimentos que consumíamos (cifra a mi juicio escandalosa); hoy, gracias a la “revolución bonita”, importamos el 70%, es decir, somos uno de los países más dependientes del mundo. Sin una transición real y realista no habrá bases para un sistema plural, democrático, inclusivo que es lo que necesitamos. Glosando a Luigi Pirandelo, la nueva Venezuela es una obra en busca de autor.