15/7/12
Esta tarde, el 14 de julio, aprendí algo para mí insólito. Mi continua prédica en contra del uso de las captahuellas y mi insistencia en que se audite el registro electoral hacen de mí “un radical”. Como radical, entonces, mi misión en Venezuela es la de desestimular a la gente para que no voten. Siendo radical, no creo en elecciones, y se supone que quiero salir de Chávez por vía de un golpe de estado.
De eso me acusaron esta tarde en el jardín de la Embajada de Francia dos damas muy conocidas en el entorno periodístico, cuando les expresé mi estupor al leer las declaraciones emitidas por Teresa Albanes en Washington DC ayer. ¿Qué dijo la Sra Albanes? Pues, que quienes afirman que es imposible comprobar y por ende asegurar, como ella constantemente asegura, que las captahuellas no develan el secreto del voto, son unos “radicales” que no están a favor "de la participación electoral".
Intenté explicar que para la MUD iba a ser casi imposible convencer que están equivocados y que deberían confiar ciegamente en que las máquinas no mienten, a los 35% de los venezolanos, según Keller, que ya creen firmemente que las captahuellas son nada menos que otra trampa para crear la Lista Tacón 2.0. De repente el ambiente se puso algo tenso, las miradas brillaban.
“Entonces, ¿qué quieres tú, que no vayamos a votar?” me lanzó, retadora, una de ellas.
Me sorprendió la vehemencia de su interrogante. Pensaba que preguntaría por qué era imposible, o qué se podría hacer para paliar esta situación. Pero no, su pregunta retrataba perfectamente el prejuicio, Made In MUD, que ella se había tragado entero, de que había dos opciones y nada más: o te calas las captahuellas, o eres abstencionista. No se le había ocurrido a esta señora que había una tercera opción: exigirle al CNE que se las retirara. El argumento, por cierto, es tan sencillo: ya que la MUD había exigido que el CNE retirara las captahuellas para las primarias, bajo el pretexto que los votantes temían que podrían develar el secreto del voto. Si vale para las primarias, vale para las presidenciales. Además, en nuestra constitución, como en la Declaración Universal de DDHH, se consagra el derecho al secreto del voto. Y esta medida atenta, in fraganti, contra ello.
Entonces hice ese mismo planteamiento, y las dos se pusieron casi pálidas y respondieron: “Pero queremos las captahuellas, porque así se garantiza que la gente no vote dos veces!”
Cuando escuché esto, pensé, ya que estábamos en la Embajada de Francia, ¡Chapeau! El CNE, perdón, los técnicos de la MUD, han hecho muy bien su trabajo, la gente cree que las captahuellas garantizan que la gente no vota dos veces. Pensé sin embargo que ni Roberto Picón, el flamante gerente de la unidad de análisis del Comando Venezuela, el ingeniero de sistemas que cree ciegamente en todo que le dicen desde el CNE, no concede ahora (en privado, no sé si se atreve a hacerlo en público) que las captahuellas no garantizan un-votante-un-voto. Ya nadie en el seno de la campaña cree ese mito, salvo quizás la Sra Albanes, ya que está demostrado que el Sistema de Autenticación Integrado (SAI) ni siquiera será capaz, con seguridad, de encontrar las huellas dactilares de los varios centenares de votantes asignados a cada mesa de votación, y menos cruzar las huellas del votante con las otras 18.858.694 huellas archivadas en el servidor central del CNE, por una razón muy sencilla: la captahuella instalada en cada mesa de votación no estará conectada al servidor central, sino a un simple laptop.
Intenté entonces explicar a esta señora precisamente esto. Y me espetó, “eso no es verdad!” Ahora sus ojos y los de su amiga brillaban con una extraña y hostil intensidad. Les expliqué que sí, que sí era verdad, y que hasta los técnicos del Comando Venezuela lo reconocían. Las dos me miraron con desprecio. Evidentemente, para ellas, yo tenía que recurrir a la mentira para sostener mi argumento, y ellas no iban a comprar esa mentira ¡No señor!
Cambié de táctica. Les recordé que para las primarias la MUD había exigido al CNE que retiraran las captahuellas porque los electores temían que podrían develar el secreto del voto. Y les pregunté “¿No se podría hacer lo mismo ahora? Asegurar el secreto del voto será tan importante, hasta más importante, para los votantes en las elecciones presidenciales de lo que fuera para las primarias, ¿no es cierto?” Y una me mira, esta vez con satisfacción, como si me hubiese atrapado en una contradicción: “Pero en las primarias sólo votaron los opositores, y no nos preocupaba la posibilidad de que la gente votara más de una vez!” Su respuesta me resultó extraña, ya que recordaba los intensos debates antes de las primarias dentro de ciertos círculos de opositores que temían que los chavistas iban votar por el candidato que ellos consideraba que iba a ser más débil frente a Chávez, y así sabotear “nuestras” primarias. Ah no, eso nunca pasó, me contestó. Es verdad, pensé. Uno recuerda lo que uno quiere recordar, y si el recuerdo no concuerda con el dogma o doctrina que uno termina adoptando, entonces se desecha el recuerdo y se niega que haya una vez existido. Iba a rematar con el argumento anterior: puesto que estaba comprobado que las captahuellas ni remotamente pueden garantizar un-votante-un-voto, entonces ¿para qué sirven, en fin? Pero a tiempo me recordé que estas señoras tenían otro sistema de creencias, manifiestamente errado, sobre este tema, y me mordí la lengua, tomé un largo sorbo del Mumm, y pensé en otro argumento. El lector entenderá, espero, que a estas alturas todavía albergaba un mínimo de esperanza de que yo podría a estas damas de alguna manera hacerles entender y hasta aceptar mi versión, aunque para ellas sumamente heterodoxa, de la realidad política. Pensé que si la entendieran como la entiendo yo, y como la entienden millones de venezolanos, reconocerían la trampa que significa para Henrique Capriles aceptar dócilmente la imposición de estas máquinas que en ningún país del mundo se usan para hacer elecciones.
Les expliqué que más de 3,5 millones de venezolanos que aplicaron a la Misión Vivienda para conseguir una casa habían sido obligados a registrar sus huellas dactilares en una maquinita igual a la que iba estar conectada a la máquina de votación el día de las elecciones. Ya que una de las damas presentes es, creo, socióloga, pensé que esto sería un experimento pensado bastante fácil de dilucidar: “¿Qué van a pensar estos 3,5 millones de votantes cuando se aproximen a la mesa de votación y ven la captahuella? ¿Pensarán que podrán votar libremente por el candidato que más les gusta?”
La respuesta no se hizo esperar. Esta vez estaban furicas las dos. “Ah, entonces, ¿qué quieres? ¿Quieres que no votemos? Es que tú eres radical, tú no crees que deberíamos ir a elecciones! ¡Al contario, con una avalancha de votos podemos ganar!”
“No, es que no entienden, lo que quiero es que Henrique Capriles le diga al CNE que hay que retirar las captahuellas. Quero que reconozca que va a perder millones de votos y perder la elección si NO se retiran!”
Pero como radical, abstencionista y probablemente golpista también, mis palabras no tuvieron efecto. Ellas habían asimilado el mantra-dogma de la MUD promovido con tanta eficiencia a lo largo de los años por el Grupo La Colina, una doctrina que algunos atribuyen al mentor intelectual político de La Colina, Teodoro Petkoff. Se resume en pocas palabras: criticar las condiciones electorales equivale a no creer en elecciones; no creer en elecciones equivale a llamar a la abstención; llamar a abstención equivale a ser de ultra-derechista, y por ende golpista. Este pernicioso refrán, como toda mentira, repetido mil veces adquiere vida propia. Aunque no tiene ningún asidero lógico muchas personas, hasta gente muy inteligente, lo repiten como loros, y así cumplen muchas veces, aún sin saberlo, con su propósito: estigmatizar, marginalizar y eventualmente neutralizar a quienes todavía tienen capacidad de pensamiento crítico e independiente; que cuestionan la versión oficial de la historia promulgada desde Miraflores, y repetida dentro de la oposición por los adherentes a la doctrina Petkoff. Evidentemente me había topado, sin saberlo, con dos adeptas de esta secta.
El auto-lavado del cerebro es un proceso que algunos sufren por vivir durante tanto tiempo bajo la férula de un autócrata como Chávez: cruel, arbitraria e imprevisible. Y como en el caso de estas damas, las personas que más sufren los síntomas de esta especie de síndrome de Estocolmo muchas veces son gente muy inteligente, muy sensibles. Terminan sin embargo mendigando sus derechos, olvidándose de su poder innato como ciudadanos, siempre agradecidos por el privilegio de ir a votar bajo cualquier circunstancia. No se atreven a cuestionar ese odioso paradigma, cuidadosamente montado para la oposición y afinado, desde el RR y la rebelión ciudadana del 2005, por Petkoff y sus seguidores, un sistema de creencias que la víctima utiliza para mantenerse atada, sin saberlo, a su verdugo.
Este paradigma se puede resumir así:
“Somos minoría, hay que trabajar más, vamos a ir ganando espacios poco a poco, no exigimos nada, mejor negociar nuestros derechos y si es necesario capitular, en lugar de enfrentar, porque no tenemos ese derecho, somos débiles, somos minoría. Y ¡cuidado! porque si se nos ocurre cuestionar los resultados electorales, las hordas rojas seguro que quemarán el este de Caracas. Lo dijo Lina Ron, ¿o no? De ningún modo podemos jamás hablar de fraude, aunque está más que comprobado que desde el 2004 el gobierno manipula sistemáticamente las elecciones, porque esto contribuye a la abstención. De hecho, NUNCA ha habido fraude en elecciones, esta es una leyenda más, propagada por la derecha resentida y golpista, y si hemos perdido elecciones, es por nuestra culpa (“por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa”), porque no supimos defender las mesas, pero la próxima vez, eso sí, vamos a ganar! Ah, sólo si cuidamos todas las mesas. Pero ya que nunca hemos sabido cuidar todas las mesas…”
Pero todos estos geniales pensamientos me vinieron a la mente demasiado tarde, cuando ya estaba regresando a casa, y lamentablemente no los pude compartir con mis dos interlocutoras. Pensándolo bien, creo que al intentarlo hubiera echado gasolina al fuego. A nadie, sobre todo personas inteligentes, quienes se creen muy informadas sobre nuestro mundillo político, le gusta que uno les demuestre hasta qué punto están confundidas.