Un lugar donde la parcialidad con Venezuela cobra cuerpo

Un lugar donde la parcialidad con Venezuela cobra cuerpo

Carlos Alberto Montaner / El hombre que amaba la libertad

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21/12/11

Fue como un cuento. En diciembre de 1989, súbitamente, Vaclav Havel se
convirtió en presidente de Checoslovaquia. En pocas semanas, el escritor checo
pasó desde de la más absoluta indefensión a la cúspide del poder.

Todavía a mediados de noviembre la policía política continuaba
aporreando a los disidentes y el Partido Comunista mantenía las riendas del
control social.
En la tercera semana de noviembre comenzó la asombrosa Revolución de Terciopelo.
Las calles y las plazas se llenaron de miles de personas que, finalmente, se
atrevieron a manifestar lo que creían del sistema comunista, pero no se
aventuraban a decir: era un tormento horrible que debía terminar cuanto antes.
Comenzaron las huelgas. El régimen se desplomó. El comunismo teórico
era un disparate. El comunismo real, consecuentemente, se había tornado en una
creciente pesadilla. Havel le llamaba “Absurdistán”. Hubo algo sorprendente en
el vertiginoso fin del comunismo checoslovaco. En febrero, los eslovenos
–entonces una república adscrita a la federación yugoslava— crean un partido de
oposición.
Polonia, de la mano de Lech Walesa y con el impulso masivo del
sindicato Solidaridad, había comenzado a derrotar la dictadura en las elecciones
de junio. Los tres países bálticos, en agosto, pidieron la independencia de la URSS.
En octubre, los comunistas húngaros habían cambiado de nombre y aceptaban el
pluripartidismo. A principios de noviembre los alemanes derribaban el Muro de
Berlín. El 25 de diciembre los rumanos fusilaron al dictador Nicolás Ceaucescu
y a su pérfida mujer, la inefable Elena, para poder dar inicio a los cambios.
Un mes antes lo habían elegido por unanimidad como líder del Partido Comunista.
Los checos, en cambio, parecían rezagados. De pronto, la libertad llegó como un
relámpago. El 29 de diciembre Havel era elegido presidente por un Parlamento
que no veía otra salida a la crisis. Su figura se había agigantado al frente
del Foro Cívico, una organización que agrupaba, esencialmente, a escritores y
artistas disidentes. Era el primer país que rompía sin ambages la cadena
moscovita e iniciaba el entierro de las supersticiones marxistas. Seis meses
más tarde la inmensa mayoría de la
sociedad le concedía sus votos a Havel.
Y aquí vino lo bueno. Los agoreros pensaban que un escritor poco
conocido, sin experiencia política, y mucho menos burocrática, amante del jazz
y del rock, bohemio y tímido, que había pasado casi toda su vida adulta preso o
perseguido, sería incapaz de gobernar a un país que mudaba de sistema y se enfrentaba
a la inmensa tarea de corregir las arbitrariedades, errores, abusos y
estupideces cometidos durante algo más de cuarenta años de dictadura comunista.
Es verdad que no fue fácil y en el trayecto, al poco tiempo, checos y eslovacos
se divorciaron por mutuo consentimiento (algo que hoy parece mucho menos
traumático que entonces), pero, en general, el escritor inexperto resultó ser
un gran estadista. ¿Cómo sucedió ese fenómeno? Ocurrió algo primordial: Havel
no conocía de leyes, pero había conocido la injusticia. No sabía economía, pero
sí experimentó la escasez y la falta de oportunidades. No tenía experiencia
gerencial, pero estaba dotado de sentido común, sabía delegar y escogía bien a
sus colaboradores. Era, además, una persona inteligente.
Havel tenía un objetivo: devolverles a sus compatriotas el control de
sus vidas. La libertad era eso: la posibilidad de tomar decisiones sin coerción
ni miedo. Los checos, que una vez formaron parte del imperio austrohúngaro, habían
visto cómo los austriacos libres se habían convertido en ciudadanos prósperos
de una nación pacífica. Y habían comprobado que la Alemania libre era mil veces
más feliz y rica que la Alemania comunista. La regla de oro era obvia: había
que tomar decisiones y crear instituciones que fortalecieran la libertad
individual. Havel gobernaría desde los valores y los principios. El pragmatismo
casi siempre es el disfraz de los oportunistas y los inescrupulosos. El título
de una de sus últimas obras resumía su concepción de la política: El arte de lo
imposible.
Por eso Havel me honró con su trato solidario. Cuando era presidente
me recibió en Praga, en el Castillo, públicamente, con toda la alharaca posible,
para subrayar su respaldo a los demócratas cubanos y su repudio a la dictadura
de Castro. Creía que los ex satélites europeos tenían una obligación moral con
las víctimas de la última tiranía marxista-leninista de Occidente. Los pueblos
habían sido hermanos en el infortunio y debían salvarse juntos. Cuando dejó de
ser presidente organizó un Comité Internacional por la libertad de Cuba y una
tarde me convocó a Praga para que presentáramos juntos un libro del gran poeta
cubano Raúl Rivero, entonces preso en la Isla. Lo hicimos en un café, como
cuando él luchaba contra la dictadura checa.
Ya estaba enfermo, pero los ojos le brillaban con fiereza. Era el
fuego de la libertad.

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