En muchas decisiones colectivas -especialmente en contextos políticos y electorales- se cuela una idea que parece razonable: “es mejor elegir el mal menor para evitar un mal mayor”. A simple vista, suena lógico. Pero detrás de esa lógica habita un riesgo profundo: la renuncia silenciosa al juicio moral.
Hannah Arendt, con su lucidez crítica, expuso cómo esta forma de pensar puede volverse una trampa peligrosa. En su obra *Eichmann en Jerusalén*, donde analiza el juicio al burócrata nazi Adolf Eichmann, no se encuentra con un monstruo ideológico, sino con alguien común, obediente, que justificaba sus actos por creer que con ello evitaba algo peor. Eichmann no gritaba odio, simplemente cumplía órdenes. Pensaba que al organizar deportaciones “eficientes”, al menos evitaba caos y sufrimiento innecesario. Esa fue su defensa: el mal menor.
Pero Arendt no lo compró. Porque para ella, esa lógica no solo es insostenible, sino profundamente peligrosa. Cuando empezamos a justificar actos inmorales en nombre de evitar males mayores, estamos legitimando el mal como una opción válida. Y lo más inquietante es que lo hacemos sin notarlo. Dejamos de pensar por nosotros mismos, dejamos de preguntar: “¿Esto es correcto?”, y pasamos a actuar bajo la lógica de lo posible, lo aceptable, lo conveniente.
Esto no ocurre solo en la historia, sino en nuestras democracias actuales. La elección del “mal menor” se ha convertido en un patrón que normaliza la mediocridad moral y anestesia a la conciencia colectiva. En cada proceso electoral, millones de ciudadanos votan con resignación por opciones que consideran malas, pero “menos malas que la alternativa”. Así, se construyen gobiernos, decisiones y estructuras no sobre la convicción ética, sino sobre el miedo al peor escenario. Y en ese proceso, se erosiona la posibilidad de exigir lo correcto, lo honesto y lo realmente transformador.
La paradoja es clara: al elegir constantemente el mal menor, las sociedades terminan perpetuando el mal. Se pierde la voluntad de imaginar otros caminos, de cuestionar las estructuras políticas, de exigir coherencia. El juicio moral se diluye bajo excusas como la gobernabilidad y la estabilidad.
Arendt nos recuerda que el mal no siempre llega con violencia o fanatismo. A veces se cuela en nuestras decisiones, en las excusas que nos damos para no enfrentar realidades. El camino para acabar con todo este circo perverso que nos envuelve, es decir no. No al mal mayor, pero también no al mal menor. Porque cuando elegimos el mal, aunque sea en su forma más suave, estamos dejando de pensar con claridad y, estamos invitando al mal a establecerse, reforzando su existencia.
No se trata de ser ingenuos. Se trata de no traicionarnos. De no aceptar como “mal menor” lo que en verdad es una renuncia al bien. De no perder la brújula moral en nombre de la comodidad o del miedo.
En tiempos donde tantas decisiones se disfrazan de necesarias, Arendt nos invita a recordar que lo verdaderamente necesario es pensar, juzgar y elegir sin renunciar a nuestra conciencia. Incluso -y sobre todo- cuando lo que está en juego es lo que elegimos como sociedad.
Isa Blohm